domingo, 25 de septiembre de 2011

Fealdad y crueldad: El hombre elefante de David Lynch

Dentro de los múltiples factores que pudieran conducir al ser humano hacia el desamor, la fealdad es uno de los principales, hasta extremos que incluyen la crueldad. Lo feo, o lo que se toma como tal, pareciera convocar a la crueldad, lo que se magnifica cuando hay acuerdo entre grupos humanos respecto a lo que se considera feo. La agresión se puede manifestar en forma de burla, pero llega incluso a asumir formas físicas. Un ejemplo de esto lo dan los locos de pueblo, fenómeno que cada vez tiende a desaparecer ante el crecimiento urbano desmesurado. Sin embargo, cuando existían, los mismos eran objeto permanente de la crueldad callejera.

En el siglo pasado se daba en Inglaterra (y posiblemente en muchos otros países) la situación de personas que por sufrir algún defecto físico notable podían ser reclutadas y presentadas como espectáculo de circo. Que las personas en cuestión aceptaran o no esta degradante condición era un asunto que, a veces, dependía de su capacidad física para rechazarla, pues no existían leyes que defendieran sus derechos. A las víctimas de esta horrible práctica se les denominaba freaks, palabra que se puede traducir como fenómeno o bicho raro.

Uno de estos freaks se llamó Joseph Carey Merrick, quien desde los dieciocho meses de edad comenzó a sufrir deformaciones que, en su adultez, lo convirtieron en un espectáculo a pesar de ser una persona de extraordinaria inteligencia y sensibilidad. Este personaje real llevó a David Lynch, apoyado en sendos libros de Christopher Devore y Eric Bergren, a escribir un sólido guión, dirigido posteriormente por él mismo para convertirlo en una película memorable: El hombre elefante.

La película se estrenó en el año de 1980 y contó con un reparto excepcional que incluyó en los papeles principales a Anthony Hopkins, John Hurt, John Gielgud y la bella Anne Bancroft, ya algo madura y lejana a la voluptuosidad que mostró en El graduado. El nombre del personaje principal se redujo a John Merrick y el espectador se entera de que su defecto proviene de un accidente sufrido por su  madre, a quien éste adora en el recuerdo. El accidente consistió en ser atropellada por un elefante mientras gestaba a John.

John es reclutado como espectáculo de circo por un inescrupuloso llamado Bytes. (Cabría preguntarse si la selección de este nombre es casual, pues en ingles bite, aunque con i latina y no griega, significa mordisco.) Este Bytes lo somete a a los peores maltratos y lo hace vivir como un animal. Cuando John es descubierto por el Dr. Frederic Treves –el personaje de Hopkins– su vida comienza a cambiar, pero no necesariamente orientada por su dignidad humana. Treves logra –no sin esfuerzo y algo de sufrimiento– alejar temporalmente a John de la influencia de Bytes.
(Vale la pena mencionar que cuando Treves conoce a John y presencia su estado de vida, Hopkins nos regala una de sus actuaciones más memorables con un rostro imperturbable en el que, sin embargo, rueda una lágrima. De todas maneras, Hopkins nos ha dado muchas escenas memorables en toda su carrera.)

Aun cuando su interés en John es sincero, el Dr. Treves va convirtiéndolo, de manera sutil, sin darse cuenta, en otro tipo de espectáculo: a veces científico, a veces social. Sin embargo, hay en la película un personaje que se da cuenta de la enorme sensibilidad de John y su tremenda potencialidad como ser humano integral: se trata del personaje de Anne Bancroft, quien representa a la actriz Madge Kendal. Sin duda que las escenas más amorosas de la película están representadas en la relación del protagonista con con esta bondadosa mujer.
Hacia el camino del desenlace de la película, la actriz consigue en el teatro una representación musical en honor a John, pero lamentablemente el mal social ya estaba consumado.

No puedo cerrar el comentario sin hacer alusión a la escena en que John llega a Londres huyendo de Europa continental–donde lo había secuestrado nuevamente Bytes– y al salir del tren y perder el trapo que lo cubre es objeto de ataque por la multitud; en ese momento John Hurt da un grito desgarrador: “Nooo, no soy un monstruo, no soy un animal, soy un ser humano, soy un Hombre”.

La película estuvo nominada a ocho óscares pero no recibió ninguno. Como curiosidad valga la pena añadir que el óscar al mejor maquillaje fue instituido después de ella, pues hubo quejas a la academia en este sentido. Ganó el premio  BAFTA a la Mejor Película, así como Mejor Actor (John Hurt) y Mejor Diseño de Producción, y fue nominada a otros cuatro: Dirección, Guión, Fotografía y Edición.

viernes, 23 de septiembre de 2011

La belleza femenina

¿La belleza es un concepto absoluto? Si fuera así, ¿cómo es que nos incomodan las decoraciones a base de maltratos faciales que realizan las féminas de algunas tribus africanas? Es de suponer que, dada la popularidad que entre ellas adquieren estos extraños adornos (por así decirlo), algún papel deben tener en el misterioso juego de la atracción sexual. ¿Les gustarán nuestras reinas de belleza a los varones de estas tribus?

Lector... seguro estás pensando: “¿Por dónde viene esto: por la matemática o por el cine?" Porque, en todo caso, estamos hablando de un tema que posiblemente le interese al Sr. Osmel Sousa, zar de la belleza en Venezuela, pero no a quien dicta un curso de álgebra o análisis. Debe ser de cine, entonces, porque la belleza femenina es un tema muy importante para el cine. Sin embargo, como suele suceder, la matemática tiene sus caminos para imbricarse en todo aspecto de nuestras vidas. El Dr. Stephen Marquardt, cirujano plástico norteamericano, ha ideado una máscara especial, concebida como un modelo al cual debe ajustarse el rostro femenino para producir lo que llamamos “atracción”. Lo interesante para nosotros es que Marquardt ha decidido usar matemática en el diseño de su particular artificio de trabajo, en lo que se ha denominado el Análisis de la Belleza de Marquardt o ABM.

Según Marquardt, tanto la belleza como la respuesta a ella pueden cuantificarse en una relación de proporcionalidad directa: a mayor belleza, mayor intensidad de la respuesta. Ahora bien, el elemento básico en la construcción de su máscara es una relación que conocemos desde los lejanos tiempos de los pitagóricos: la relación áurea. Para conseguir esta relación áurea basta tomar un segmento cualquiera y dividirlo en dos partes desiguales, de manera que la relación de tamaño entre todo el segmento y la parte mayor de la división sea la misma que hay entre esta parte mayor de la división y la parte menor. El pentágono regular es una fuente natural de la relación áurea, pues sus diagonales se cortan en esa razón y la máscara de Marquardt se origina a partir de un pentágono regular, tal como se puede ver en este video.

La relación áurea ha recibido muchos nombres a lo largo de la historia: división en extrema y media razón, sección dorada, la proporción de Fibonacci. Los tiempos modernos, en que los matemáticos tienden a convertir todo en número, la conocen como Φ (Phi), que es la vigésimoprimera letra (mayúscula) del alfabeto griego, y la han caracterizado como un número irracional cuyo valor es aproximadamente es 1,618. Con esta relación desarrollaron los griegos la mayor parte de su obra artística. El Partenón, por ejemplo, está permeado por la relación áurea en cada uno de sus detalles.

Marquardt también ha diseñado su máscara apoyado en la relación áurea y su técnica consiste en detectar las desviaciones del rostro de la paciente respecto a la máscara, con el fin de ajustarlas a ella. De esta manera, dice Marquardt, aumenta el poder de atracción del rostro.

Como es de suponer, tan atrevida concepción no podía pasar sin generar polémica. Con la misma matemática con la que Marquardt ha pretendido sostener su técnica, se le ha refutado y ya aparecen artículos científicos negando la pretendida eficiencia del Análisis de Belleza de Marquardt, algunos de los cuales señalan que lo que el cirujano plástico tiene en mente es un modelo de belleza muy particular, lo cual nos hace retornar al principio del post. La belleza nos produce sensaciones agradables, entre ellas la ternura. Cuando vemos a una madre orangután acariciar tiernamente a sus críos... ¿no tenemos que deducir que los encuentra bellos? ¿Y entonces?

lunes, 19 de septiembre de 2011

Acertijos casi matemáticos para lectores nada matemáticos

En esta entrada quiero plantear tres acertijos a los amigos no matemáticos que me siguen.
Primer acertijo ¿Puedes pensar en alguna situación de la vida ordinaria en la que podamos decir que 7+7=2?
Segundo acertijo En una discusión filosófica en la que me encontraba de mirón, un amigo que sí practica el oficio (por cierto, uno de los invitados a leer estas entradas) y es cualquier cosa menos creyente, afirmó que no podía asimilar el dogma de la Santísima Trinidad porque a él 1+1+1 le daba tres y de ninguna manera 1. Sin embargo, yo le mostré que hay una situación en la que 1+1+1=1. Si resolviste el acertijo anterior, podrás reproducir el argumento que utilicé con mi amigo.
Tercer acertijo ¿Tendrá mi amigo que aceptar el dogma de la Santísima Trinidad a partir del razonamiento que le hice?

martes, 13 de septiembre de 2011

Ágora de Alejandro Amenábar

Ágora es palabra proveniente de la antigua Grecia; nombra un lugar de concentración ciudadana en la que, además del comercio, bullía una intensa actividad política, intelectual y de organización social. Las plazas de los pueblos fueron alguna vez continuación del ágora, los centros comerciales modernos se han convertido en remedos insuficientes de la misma, pues su bullicio interior gira alrededor de la contemplación pasiva de vidrieras.

El ágora como centro de inquietud espiritual se trasladó a todas las ciudades en la esfera de la dominación griega, por lo que Alejandría, situada en Egipto no solo no escapaba de este destino, sino que además lo mantuvo hasta que dejó de ser la referencia cultural que irradió luz desde el Medio Oriente a la plenitud de la Tierra conocida en ese entonces. Sobre esa premisa se sostiene la excelente película Ágora del director español Alejandro Amenábar.

Como este blog va tanto con el cine como con la matemática, estamos obligados a decir que la película trata de la vida de Hipatia, una mujer de excepcional belleza e inteligencia, hija del filósofo y recopilador Teón, quien nació, creció y murió en Alejandría en el siglo V d. C. Entre sus múltiples saberes, la matemática, la física y la astronomía ocupaban un lugar especial en la prodigiosa mente de Hipatia, al punto de que la película que comentamos se toma la licencia de presentárnosla como descubridora de la concepción heliocéntrica, según la cual la tierra gira alrededor del sol en una elipse, uno de cuyos focos está en la posición del sol. En realidad, este es el contenido de la primera ley de Képler para todos los planetas del sistema solar, formulada 12 siglos después de nuestra heroína.

Pero esto no nos importa a los amantes del cine, acostumbrados como estamos a no exigirle a nuestro preciado arte ninguna exactitud histórica: quien quiera aprender historia que use los libros, no vaya al cine. El cine es para mostrar belleza y la escena donde Hipatia expone su apócrifo descubrimiento es de una hermosura y sensualidad impresionantes.

Otra mentira, quizá algo menos tolerable, gira alrededor de la forma trágica de la muerte de Hipatia, que Amenábar dulcifica, pues fue producto de la intolerancia religiosa y el tema aparece en la película suficientemente desarrollado. Perseguida por el poder político de un hombre a quien luego se llamó San Cirilo, la mujer fue literalmente despellejada con conchas de moluscos y luego quemada en plaza pública. Su único delito era pensar y comunicar su pensamiento. Pero ya sabemos que para algunas mentalidades los pensadores son siempre peligrosos.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Mi nombre es Khan

El 11 de septiembre de 2001 amanecí, como todos los 11 de septiembre desde 1973, pensando en Chile: en el brutal zarpazo –gestado desde los Estados Unidos– que recibió ese día su institucionalidad y en la enorme cantidad de cadáveres dispersos a lo largo de toda su geografía, producto de la saña que generó el odio acumulado de los militares alzados y de las clases sociales que apoyaban el alzamiento.

A eso de las diez de la mañana (creo), saliendo de una consulta médica, recibo una llamada de mi esposa notificándome que las Torres Gemelas de Nueva York acababan de ser derribadas por aviones suicidas, una después de la otra. Mi primer sentimiento fue de estupor: pensé en la enorme cantidad de vidas inocentes que un acto de esta naturaleza destruye sin piedad alguna. No hay motivación ninguna que pueda justificarlo; el dilema es: barbarie contra justicia... y no hay duda de que barbarie genera barbarie, como lo demostraron los hechos posteriores.

Sin embargo, después del estupor y en el permiso que nos concedemos para razonar ante un choque emocional como éste, consigo que la coincidencia de fechas –aunado al poder comunicacional de un país que ha podido justificar sus mayores atrocidades apelando a este recurso– traería como consecuencia una distorsión de la historia. En efecto, después del 2001 hay muy pocas posibilidades de convencer a las nuevas generaciones de que antes de este 11/09 hubo otro en Chile –gestado por el país que ahora era víctima– en el cual el volumen de asesinatos por lo menos triplicó la cantidad de inocentes que falleció dentro y fuera de las Gemelas en el 2001.

Lo que vino después ya todos lo sabemos. El enorme troglodita (enorme por troglodita, no por tamaño) que habitaba la Casa Blanca separó al mundo –con el maniqueísmo propio de los brutos poderosos– en buenos y malos, asumiendo él la potestad de decidir cuáles eran unos y cuáles los otros. De esta manera, se arrasó con la ya arrasada Afganistan –cuya desgracia retrató magistralmente Marziekh Meshkini en su inolvidable Perros Callejeros– y se destruyó Iraq y todos sus tesoros históricos, a la búsqueda de unas armas químicas que jamás aparecieron.

El cine norteamericano –pieza fundamental de la maquinaria propagandística que ya comentamos– ha sido algo tímido con el trato prestado al atentado en sí. En Fahrenheit 9/11, Michael Moore, con su conocida acuciosidad contrapropagandística, mostró los nexos de negocios existentes entre la familia Bush y Osama Bin Laden, uno de los hombres mas odiados por la sociedad estadounidense, al punto que su reciente asesinato fue celebrado con idéntico placer al que producían las decapitaciones en la Revolución Francesa. Por su parte, Oliver Stone nos entregó World Trade Center, una pieza muy por debajo de Oliver Stone, en homenaje al heroísmo de los bomberos de Nueva York. Pero sobre las consecuencias del hecho, en particular sobre la guerra en Iraq y la conducta social norteamericana respecto al islam, sí que se han generado todo tipo de productos –unos con visión crítica y otros desde el más profundo fundamentalismo occidental.

Pero la visión cinematográfica del país del norte tiene sus particularidades que, de una u otra forma, se nos hacen familiares. Por lo tanto, esperamos que para un tema específico las visiones extrañas a ellos nos resulten de una textura distinta y produzcan una impresión cambiante en nuestros sentidos, aletargados por una estética repetitiva y cansina. Mucho de ese beneficio conseguimos en la ya mencionada Perros callejeros de Meshkini.

Sin embargo, esta expectativa no siempre es satisfecha y las excepciones suelen convertirse fácilmente en decepciones. Quizás no hay mejor ejemplo que Mi nombre es Khan, película india del director Karan Johar, producida en el año 2010, protagonizada por Shah Rukh Khan en el papel de Rizvan Khan y la bellísima Kajol Devgan en el de Mandira.

Lo primero que tendría que decir de esta larga película (165 minutos) es que le sobra por lo menos una hora. De haberla terminado en su primera hora y media, la cinta no hubiera decaído tan considerablemente. Pero Johar cedió fácilmente a la tentación de hacer un producto más de Hollywood que de India, y dedicó su ultima hora de film a hacer un remedo de Forrest Gump, que lo que da es lástima. Y no me refiero al sentimiento que inspiren los personajes –sin duda tratan de inspirarlo– sino al de desperdicio de tiempo que significa presenciar este fútil final.

La película se presenta con un planteamiento de alto interés: un paciente del síndrome de Asperger (una forma de autismo), oriundo de la India y practicante del Islam manifiesta su necesidad de contactar al presidente de los Estados Unidos (en ese entonces, el troglodita de marras) para comunicarle que él no es un terrorista. El protagonista repite, con la monotonía propia de los autistas, “Mi nombre es Khan y no soy un terrorista”. En este punto reivindico la magnífica actuación de Shah Rukh Khan y su pronunciación tan convincente: My name is Khan and I am not a terrorist (odio las películas dobladas; la voz de un actor es parte fundamental de su actuación; no me importa que hable en chino o en coreano o en estropiñés). No sé qué dirá un especialista de esta caracterización de un paciente con este síndrome, pero como espectador a mí me convenció de que ésa es la enfermedad (o disfunción o problema de conducta o como quiera llamársele).

Pero este comienzo es el punto de arranque de una serie de flashbacks que explican las circunstancias que llevaron a Khan a tal situación. Y en la visualización de estas circunstancias nos paseamos por el trazo de una sociedad, a la que el hambre de petróleo y poder le dibujó un rostro de odio religioso que por poco no reproduce épocas de barbarie no tan lejanas. Lamentablemente, como ya comenté, todo este dibujo estuvo completamente delineado en la primera hora y media de película, con mucho del efectismo hollywoodense que la caracteriza, pero durante la cual se mantuvo como un producto bastante respetable.


Como una muestra del Forrestgumpismo de este film baste decir que finalmente, Johar enlaza a su protagonista con el nuevo presidente de los Estados Unidos y se hace eco del halo de santidad que en sus inicios como presidente rodeó al primer Nóbel de la paz que ordenó un asesinato para presenciarlo por televisión en tiempo real. Aun así –y precisamente por sus contradicciones– creo que es una película que puede recomendarse. Observen cuando haya llegado a la hora y media y díganme si no hubiera quedado bien hasta allí.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Nicolás Bourbaki o la broma hecha academia

En mis días de estudiante en el viejo Pedagógico de Caracas, llegó a mis manos un librito de Elementos de historia de las matemáticas, cuya lectura realicé no sin bastante dificultad. (Todavía lo conservo, como pueden ver en la foto... bastante manoseado, por cierto.) El libro contenía aspectos de la historia que incluían hallazgos recientes y estaba firmado por un tal Nicolás Bourbaki. Como en la época ni siquiera podíamos soñar en tener internet, me tocó usar el viejo método de averiguar con los que supone que debían saber y pregunté a uno de mis profesores de álgebra por el dichoso Bourbaki.

Me contestó que se trataba de un general de las tropas napoleónicas. El anacronismo debe haber alargado mi rostro de manera impresionante pues, luego de una sonora carcajada me dijo, en nuestro tono criollo zumbón: “¡No vale... ése es el seudónimo de una partida de locos franceses que escribieron una enciclopedia de matemáticas!”

Por supuesto que continué averiguando y poco después supe que los tales “locos” formaban parte de la flor y nata de la investigación matemática europea del siglo XX. El grupo se inició con nombres como los de Henri Cartan, Claude Chevalley, André Weil y Jean Dieudonné (a la derecha, en el mismo orden nombrado), entre otros no menos importantes. Se proponían escribir un tratado de matemática que mostrara la forma en la que debía enseñarse todo el contenido de la matemática superior conocida hasta el momento.

La selección del apellido (que no del nombre) de un general napoleónico es una muestra del humor con el que se inició la empresa. Siendo André Weil estudiante bisoño de la Escuela Normal Superior, asistió a una falsa conferencia dictada por un alumno de los cursos superiores, disfrazado de ilustre profesor extranjero visitante. El disfraz incluía barba y acento y la conferencia consistía en cierto número de falsos y ridículos teoremas, designados con nombres de militares de las filas napoleónicas. El último de estos “teoremas” fue adjudicado a Charles Soter Bourbaki.

Con bromas y demás, el proyecto Bourbaki se mostró sólido desde sus inicios y la tarea, a pesar de lo ingente, generó una obra de referencia obligada en el espectro matemático mundial. Pero sigamos con el humor. Otra anécdota refiere que el matemático Ralph Boas, el muy serio jefe editorial de la revista Mathematical Reviews, escribió un artículo en referencia al grupo y comentaba certeramente el uso del seudónimo Nicolas Bourbaki. Pues bien, recibió una enérgica carta firmada por el propio Nicolas Bourbaki, reclamándole de manera airada el haberle negado el derecho a la existencia y se preguntaba si el tal apellido Boas no sería un seudónimo colectivo de los editores de la revista.

El proyecto Bourbaki ha cambiado en sus setenta años de existencia; recibe críticas y elogios por igual, pero se mantiene vivo y proyecta su influencia no solo en el ámbito de la matemática, sino también dentro de lo que se suele llamar humanidades. Algunos de los científicos sociales que han recibido asesoría del grupo son el antropólogo Claude Levi-Strauss y el psicoanalista Jacques Lacan. Parece ser que aún siguen el lema de André Weil: todos deben interesarse en todo.