martes, 28 de marzo de 2017

El séptimo sello de Ingmar Bergman

Para Francisco Zambrano, in memoriam.















Palabra liminar

"Soy ateo y ateólogo. ¿Algún problema con eso?". La frase pareciera la vana provocación de quien juega a enfant terrible y quiere ver persignarse a algún creyente melindroso ante la herejía. En la persona de Francisco Zambrano -excelente profesor de filosofía, que no aceptaba título de filósofo- era ciertamente una provocación, pero no vana. El hombre se apropiaba de la ironía socrática como recurso y el tema de Dios es un tema como cualquier otro, en el cual la filosofía está obligada a escarbar. No obstante, conocer mejor en lo personal a Francisco conducía a entender que había mucho de militancia en esa frase de entrada, tanto que me aventuré a comentarle en público que él era un evangelista del ateísmo; su respuesta -medio en broma, medio en serio- fue que tal afirmación era ofensiva.

Aproveché la parte de broma para repetir el comentario muchas veces en su presencia, con lo cual extendía una conversación vial sabatina, en la que expuse mi visión de la condenación al fracaso del ateísmo como ejercicio militante. Apareció de repente el tema de la muerte y la propia negación de Francisco a aceptar las prácticas religiosas asociadas. Frente a mi comentario de que tales prácticas tranquilizan más a los veladores que al difunto, cuyo desinterés es total y evidente, pareció tomarse el asunto con humor y le concedió plausibilidad al argumento. Creo que hubiera sonreído con amabilidad ante el testimonio de alguna piadosa señora, que me aseguró haberlo convertido a Jesús en su lecho de enfermo. Quizás le hubiese irritado el atrevimiento de otro que quiso asimilarlo a su propia práctica política, ejercida casi como creencia religiosa.

Esa conversación inició (los amigos en Facebook son una entelequia hasta que se demuestre lo contrario) mi profunda amistad personal con Francisco; mal podríamos haber pensado que en poco más de un año, uno de los dos estaría cumpliendo deberes funerales con el otro. Francisco asimiló su descubrimiento de Pascal, sobre el cual realizó su galardonada tesis doctoral, con la emoción de quien recibe una epifanía. Pascal se le metió en los huesos. Su ateísmo militante sorprende entonces (por militante, no por ateísmo) cuando nos sumergió en aquello de que "el corazón tiene razones que la razón no entiende", y nos hizo comprender a quien se obligó a apostar a Dios, solo porque la apuesta en contrario -en caso de resultar gananciosa- no ofrecía los beneficios de la primera. Pero ya Borges y Whitman nos han mostrado que el Hombre es uno y múltiple.

Cierro esta nota, que quiso ser breve y no pudo, con su afición al cine; ésa que tantos placeres de conversación nos deparó. Producto de esa afición nos impuso El séptimo sello de Bergman como la asignación de final de módulo en la asignatura Introducción a la filosofía, del Diplomado de Filosofía de la UPEL que con tanto acierto motorizó. Nadie muere completo y menos aun personas como Francisco Zambrano. Cabe esperar que su vida perdure en el Diplomado y todo lo que éste pueda ofrecer a una sociedad que -como la venezolana- parece no saber aun cuánto necesita el Saber.

Hablemos ahora de El séptimo sello.


La muerte está tan llena de lugares comunes como de profundidades conceptuales, quizás ambos conjuntos comparten correspondencia biyectiva, es decir, para cada lugar común hay una profundidad asociada y viceversa. Cualquier velorio es muestra de ello. Para allá vamos todos es  traducción de la inevitabilidad del hecho, ninguno esperará lo contrario de esta fatalidad. Nadie se muere la víspera es tautología y contradicción al mismo tiempo, en un endemoniado ejercicio verbal que trastoca la aparente serenidad de la matemática en sus precisas definiciones. A la muerte se le teme y se le celebra por igual: una vida eterna podría ser una vida sin alicientes. La muerte nos enfrenta a la conciencia del azar, a la comprensión de que el vacío alguna vez fue en nosotros y deberá volver a ser luego del intervalo al que tuvimos derecho. ¿Por qué somos? Por estricto azar: millones de espermatozoides aspiraban al mismo óvulo del que surgió nuestro ser, nuestros antepasados transitaron guerras, hambrunas, pestes, desastres naturales. Somos de puro milagro. ¿Cuándo dejaremos de ser? Otro azar... azar negado por quienes prefieren que ese día esté escrito por alguien, alguien que esperarará por nosotros para una vida eterna que por fuerza ha de ser carente de incentivos. La santidad absoluta podría ser infernal.

Los temas del cine de Bergman son todos temas humanos: el tiempo (¡qué invención humana tan estremecedora!), la identidad, la familia, el sexo... Por supuesto que no podría faltar la muerte en esta lista. La conciencia de la muerte deriva de la conciencia del tiempo, es por eso tan humana: a un animal no puede preocuparle la muerte, vive siempre en presente; ni ayer ni mañana están en su pauta de vida; posiblemente así sea la eternidad: una inconsciencia total del ayer y del mañana, una negación de todo lapso. La muerte es la acumulación del ayer en un día y la privación absoluta del mañana.

Bergman inicia El séptimo sello con una premisa de aceptación compleja: la muerte (Bengt Ekerot) concede plazos; no morirás la víspera -la tautología es implacable-, pero puedes morir después de tu día marcado. Al menos a Antonius Block (Max von Sydow), caballero nórdico que regresa de las Cruzadas con múltiples interrogantes, se le concede tal privilegio. Su habilidad para jugar al ajedrez le gana la indulgencia de su inapelable perseguidora, deseosa de mostrar sus propias habilidades en el juego. Después de todo, la muerte jugará con macabra seguridad: "Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos", hace declarar Marguerite Yourcenar al convaleciente emperador Adriano.

Antonius Block tiene la certeza de que no puede burlar a su perseguidora, espera que el lapso concedido le permita ver por última vez a su amada, abandonada poco después de la boda por su deber de guerrero pero, por sobre todo, quiere aprovechar la oportunidad para intentar contestar sus propias preguntas. Acepta la muerte, pero quiere saber qué hay después. No entiende la imposibilidad de alcanzar a Dios con los sentidos. Si desconfiamos de nosotros mismos, ¿cómo podemos confiar en otros creyentes? ¿Por qué sigue Dios habitando nuestro ser y no podemos matarlo? Finalmente, apelando a la razón -peligrosa apelación para una época que la negaba-, grita su necesidad de entender antes que creer. No sospecha el cruzado que la muerte es tan astuta como traidora y es a ella a quien no solo hace sus preguntas, sino que también revela su estrategia de juego.

El séptimo sello es una película del año 1957, rodada en un blanco y negro que tiene su propio discurso fílmico, a partir de la maestría en la cámara de Gunnar Fischer y Ake Nilsson. La ironía de la muerte (cuando recibe por sorteo las piezas negras para el juego observa que eso era lo natural) se traduce sobre la expresión fotográfica de la cinta. Todas las alusiones a la muerte son oscuras. La conversación del escudero Jöns con el pintor es una joya de diálogo cinematográfico:

Jöns:  ¿Para qué pintas esas tonterías?

Pintor: Para recordar que todos morimos.

J: No les harás felices.

P: ¿Por qué querer alegrar a la gente? También conviene asustarla.

J: Si les metes miedo...

P: Entonces, piensan.

J: ¿Y si piensan?

P: Les entra mucho más miedo.

J: Y se abandonan a los curas.

P: Eso no es asunto mío.


La peste, ese terrible mal europeo del Medioevo y del Renacimiento, es una desencadenante de los demonios. La cámara luce su destreza artística cuando penetra una procesión de penitentes flagelantes, que esperan alejar el mal a partir de su sacrificio corporal. Procesión y penitencia son dos términos que prometen el cielo. La hostilidad hacia el cuerpo es un notable paradigma cristiano.

Pero una película sobre la muerte tiene que ser por necesidad una película sobre la vida, pues ¿a qué preocuparse por la primera si no le concedemos valor a la segunda? Bergman llena su film de vida con la presencia de una compañía de juglares, que incluye a una inocente pareja formada por Jof (Nils Poppe) y Mia (representada por Bibi Andersson, una de las presencias constantes de Bergman en su cinematografía). La pareja tiene un bello niño de un año que parece prestar el brillo de su pelo a la cámara de Fischer-Nilsson cuando el trío ocupa la pantalla. Una claridad que deslumbra ante los oscuros tonos que comentaba un párrafo anterior en las otras escenas. Una merienda campestre de fresas salvajes y leche recién ordeñada le sirve de incentivo a Antonius para contrastar sus oscuras preocupaciones con el brillo del momento: "La fe es un grave sufrimiento, es como amar a alguien que está fuera, en las tinieblas... y que no se presenta por mucho que se le llame", reflexiona, para luego comparar: "Sentado aquí, con vosotros, qué irreales resultan todas esas cosas. Pierden su importancia". El cruzado se atreve a hacerle trampa a la muerte solo para liberar de ella al trío que tanto le iluminó la vida.

No cometeré el desliz de analizar la película personaje a personaje, aunque la tentación es mucha pues ninguno es superficial, todos tienen algo para la inquietud que busca conceptos o definiciones. No obstante, parece inevitable alguna palabra acerca del escudero. Jöns (Gunnar Björnstrand) es el típico pícaro: cínico, hábil para el enfrentamiento físico (armado o desarmado), malandrín, bravucón, desafiante (aunque algunas palabras o frases lo acobarden, cosa que no reconocerá). Acompaña fielmente a su amo aunque le moleste su gravedad, la misma que le impide hacer alarde de sus picantes composiciones artísticas o le interrumpe el sueño que extendería de buen grado. Jöns es capaz de noblezas como defender a una mujer de una violación o a Jof de un acoso público en un bar; sin embargo, a la mujer le exigirá como pago de salvación compañía y servicio. El escudero se hace simpático (a veces caricaturesco) a pesar de sus esfuerzos en contrario.

Lo dijo Manrique: la vida es el río, la muerte el mar; el destino es inevitable: hacia allá van todos. La fatalidad es inexorable hasta para el propio Universo tal como lo conocemos: algún día desaparecerá. Pero mal hace el Eclesiastés al burlarse de nuestros afanes de vida, enunciando con crueldad que "mejor el día de la muerte que el día del nacimiento". El azar nos concedió este tránsito y la conciencia para pensar en él. Ganamos la partida de ajedrez antes de conocer el juego. O quizás el don de la vida es el propio juego, en el cual estamos obligados a esperar y disfrutar todos y cada uno de los azares que nos deparará. En lo personal, esa apuesta me es más cara que la apuesta pascaliana.